Es innegable aquello de que en toda
época han habido y habrán imperios que pretendan, bajo la burda excusa de la
civilización y culturización, imponer el código lingüístico de su respectiva
cultura, etnia o nación a otros. También es innegable el que no podamos hacer
nada al respecto, siempre han habido guerras culturales, choques entre
fronteras que generaban cambios y procesos de intercambio comercial,
lingüístico y cultural que enriquecían o empobrecían (bajo el criterio que
usted quiera utilizar) las regiones implicadas. La dialéctica intercultural,
internacional e interétnica ha sido una de las principales causas del progreso
político, económico y social de Europa (por ahora no dudaremos de la
legitimidad de la palabra “progreso”) desde siempre. Desde Grecia hasta el
imperio romano, desde las monarquías del Medievo hasta Napoleón, desde la revolución francesa hasta la 1ª
guerra mundial, etc.
Siempre ha sido así, el movimiento
y el choque, el intercambio y la imposición arbitraria (por la violencia), han
sido constantes en la historia de la humanidad, casi podríamos elevarlas a la
categoría de leyes históricas. ¿Pero hasta qué punto somos impotentes ante
semejantes situaciones? Quiero decir, ¿qué es lo que ocurre hoy? ¿Es una mera
ejemplificación más de todo lo ocurrido hasta ahora? ¿Otro proceso histórico
más? Me refiero precisamente a lo que me tomaré la molestia de denominar como
genocidio cultural internacional y erradicación progresiva y sistemática de los idiomas y lenguas del mundo a favor de
la hegemonía minoritaria de las lenguas dominantes (inglés, alemán, ruso, chino
y por población, el español). ¿Qué pasa con las otras lenguas? ¿De verdad sería
justo el dejar que se vean difuminadas por la presencia implacable y lentamente
arrolladora de la globalización lingüística? ¿De verdad es suficiente motivo la
economía y el libre mercado para dejar “fuera de juego” las demás lenguas? ¿A
qué precio estamos pagando una comodidad aparente, que nunca nos profiere la
ansiada paz y ansiado paraíso en la tierra, por una simple promesa maximizada
(por el aparato mediático) de un estado de bienestar cada vez más cercano? ¿Tan
poco vale nuestra libertad de expresión que tenemos que subordinarla a las
leyes del mercado mundial? ¿Tan poco vale nuestra propia libertad individual
como para que sacrifiquemos los mejores años de nuestras vidas estudiando
idiomas ajenos a nuestras culturas y tradiciones sólo porque nos lo impone el
imperativo económico? ¿Tan poco valoramos la abismal evolución lingüística que
ha vivido el hombre en tan pocos milenios que la vendemos al mejor postor?
Se podrían encontrar muchos
argumentos a favor de la bien llamada “interculturalidad”, “cultura universal”,
“cosmopolitanismo”, “internacionalismo político”, pero si para ello
sacrificamos la diversidad de la cultura en sus mil facetas, la multiplicidad
semántica y expresiva del hombre por la homogeneidad y hegemonía de lo
solamente funcional (el idioma o el lenguaje como una herramienta). Es de claro
evidente que estamos viviendo una lenta e inapreciable (a simple vista)
instrumentalización del lenguaje. ¿Por qué es inadmisible? ¿Por qué deberíamos
nosotros, los individuos, preservar moralmente, en nuestra conducta cotidiana,
los idiomas que conocemos sin caer en la repugnante discriminación sistemática
que está perpetrando el poder? Porque ya no se trata de leyes históricas. No se
trata de algo inevitable. Vivimos en la era en la que la conciencia está más
cerca que nunca, y, en ello, muy lejos. Vivimos en una época en la que la
tecnología y la red comunicacional impregnan cada ordenador, cada mente y cada
teléfono móvil, y, sin embargo, ¡qué lejos estamos los unos de los otros! Cada
uno en sus pantallas, yo mismo, aquí, ante el ordenador, ignorando las bellas
miradas que podrían estar aconteciendo en mi presente vivencial. El que este texto pueda llegar a muchos
rincones del mundo no me interesa, me interesa que llegue a aquellos que pueden
entenderme, que de seguro que en otros rincones de la tierra habrá otros como
yo que defiendan la preservación de la lengua nativa con la que crecieron. Y
con esto no defiendo un racismo intrínseco, en un seno celoso de lo suyo de una
identidad cultural solo basada en la lengua y la tradición. Nada más lejos de
la verdad. Con esto no muestro siquiera una reacción, pues toda reacción
implica que se es un reaccionario, con todas las connotaciones imaginables
(“enemigo del progreso”, “fascista”, “arcaico”, etc.). Lo que pretendo es una actitud moral desde el
individuo, es decir, desde cada uno de nosotros, que somos los que
verdaderamente poseemos el poder, para evitar la muerte de las lenguas.
¿Sabéis qué significa la muerte de
una lengua? Ciertamente a un cínico no le importaría el que diversidad
lingüística, que es la diversidad y riqueza propia del ser humano, se pierda en
la muerte de una o dos lenguas, y, en sí mismo el hecho no tiene en absoluto
ningún carácter moral. La muerte de una lengua no es algo “bueno”, ni algo
“malo”. Es eso, la muerte de una lengua. Si la lengua es el modo con el que un
individuo y su entorno intersubjetivo (su comunidad) se interpretan los unos a
los otros e interpretan el mundo (confeccionan y constituyen el mundo, que es
su mundo), si la lengua es, definitiva e indudablemente, el mundo propiamente como
tal, entonces la muerte de la lengua no
es la sola muerte de un mundo, una interpretación, una intersubjetividad o un instrumento, sino la clara manifestación
de la muerte del hombre. Porque si el hombre permite que una sola lengua muera
no significa otra cosa que el que pueda permitir la muerte de sí mismo en la
muerte de todas las lenguas, una por una. ¿Recuerdan qué pasó con los armenios
o los judíos? Con los primeros nadie
hizo ni dijo nada. Con los segundos nadie dijo nada, pero una guerra mundial
fue “ganada” y gracias a la cual conocieron su liberación. La erradicación
sistemática de un pueblo es la forma material del genocidio cultural/étnico. La
erradicación sistemática de un idioma es la forma espiritual del genocidio
cultural/étnico. La cualidad del crimen contra la humanidad es la misma, con un
leve matiz diferenciado en lo que se
refiere a las consecuencias prácticas. Es cierto, no es lo mismo 3 millones de
armenios o 6 millones de judíos que la simple y llana muerte de una lengua,
total, hay más, ¿no es cierto?
Pero si la lengua es mundo, es
interpretación, mito, literalidad, comunicación, significación esencial y
relación intersubjetiva, ¿no es la muerte de ésta un dejar mudo a toda una
cultura, a toda una parcela representativa y efectiva de la humanidad? ¿No es
eso la muerte en el silencio de todo un mundo que nunca más verá la luz? ¿Quién
no se ha sentido asombrado y con la infinita curiosidad del niño ante el legado
de las culturas ancestrales del sur de América (mayas, incas, etc.)? ¿Quién no
se ha dicho “ojalá tuviéramos todos aquellos manuscritos y libros quemados,
¿cuántas cosas entenderíamos hoy de ellos y de nosotros si tuviésemos una mera
traducción?”? Pero, sin embargo, pese a
la ausencia de libros, textos u otras indicaciones simbólicas de las
significaciones, tenemos monumentos, restos arqueológicos, estatuas,
herramientas, sí, pero todo ello mudo.
EL silencio de esos restos nos habla, ciertamente, pero desde una
interpretación desdoblada, siempre hipotética en relación a todo aquello que
podríamos tener a disposición si semejante cultura no hubiera sido suprimida de
la historia, borrada, olvidada. La muerte de una lengua es el olvido de sí del
hombre, no importan la cantidad de lenguas que hayan muerto, cada vez que una lengua
se pierde, la humanidad se pierde a sí misma.
¿Qué sentido tiene el
cosmopolitanismo, la universalidad mono lingüística o el mínimo común
denominador lingüístico sin, precisamente, la multiplicidad lingüística, la
diversidad cultural en su esencia que lo dota de su carácter? Dudo mucho de que a un Diógenes le apeteciera
pertenecer a semejante aberración de “cosmopolitanismo”.
Es cierto que no tiene sentido
culpabilizar ni responsabilizar el presente de lo ya ocurrido porque
precisamente aquello sí fue inevitable (porque ya ocurrió, porque pertenecía a
las “leyes históricas del pasado”) pero
hoy no tenemos perdón, no tenemos excusa ni legitimación posible como testigos
del genocidio interlinguístico puesto que estamos a tiempo de romper aquellas
leyes históricas que en su ímpetu sacrificaban el auténtico progreso por la
barbarie de la guerra y el interés mal encaminado. Estamos a tiempo de la auténtica emancipación
desde la instrumentalización del instrumento, y la liberación de lo que no es
instrumento (la lengua, la libertad, el individuo). Instrumentalizar las lenguas implica
instrumentalizar los mundos, y con ello, el mundo y a la humanidad, aquí, pues,
instrumentalizar significa esclavizar, con todas las implicaciones de la
palabra.
Es muy gracioso cómo ciertos
personajes, con ansias, con hambre de lucro, se lanzan al “aprendizaje”
mecánico de una lengua con una finalidad funcional en mente (encontrar un
trabajo bien remunerado, por ejemplo) y que muy pocos de ellos pretendan
sumergirse y bucear por la enorme riqueza que supone cualquier lengua. Se
limitan a lo más básico, y con ello creen “conocer” una lengua, “conocer”
incluso la cultura en la que nació esa lengua.
Es curioso lo inconscientes que están ante la verdad de la autonomía de
cada lengua como mundo, como universos humanos que pese a tener muchas cosas en
común (significaciones universales) varían en la forma, expresión y en el
espíritu que denotan. No es lo mismo un chiste en ruso que en español, un
cuento en hebreo que en japonés, no es lo mismo un poema en armenio que su
traducción al catalán. Preservemos los idiomas y no olvidemos que la auténtica
multiculturalidad, inter-etnicidad, interculturalidad y cosmopolitanismo se
sustentan en la preservación de la diversidad en sus múltiples formas y
representaciones, que no habría diálogo entre culturas y lenguas si no fuera
por la natural constitución histórica de cada una de sus lenguas, con sus mil
matices y colores, en sí mismas y por sí mismas. No dejemos que el inglés, el
chino, el alemán o el ruso se nos impongan hegemónicamente para condenar a la
humanidad a una fusión futura de todas estas lenguas (o, también por otro lado,
la preponderancia de una de ellas sobre todas las demás) en una mezcla
degenerada y tan universal que resulte vacía en su esencia. Algunos me
objetarán que es imposible oponerse al progreso, yo les digo que el progreso se
basa en las sucesivas oposiciones.
Algunos me dirán que el destino de la
humanidad es la unificación bajo una misma bandera, un mismo ideal, un mismo
constructo ideológico y una misma cultura globalizada que, independientemente de su aspecto final,
nadie podrá parar ese destino teleológicamente propuesto. Yo, desde la firme
postura de alguien que conoce 4 culturas desde dentro (la armenia, la española,
la catalana y la rusa) puedo asegurar a aquellos que puedan creer en la
inevitabilidad de la homogeneización globalizada y “futura” hegemonía
monocultural que bajo cualquier imperio siempre habrán tanto minorías como
individuos, y cada uno de esos individuos y esas minorías conformarán
intersubjetividades, sujetos colectivos que persistirán al margen de la
pretendida y opresiva hegemonía imperialista, creando y recreando, destruyendo
y reconstruyendo mundos e interpretaciones. Esperemos que esta esperanza no sea
necesaria en un futuro a largo plazo.
Escrito por: Artem “Archie” Badassian
No hay comentarios :
Publicar un comentario